BAFICI 2012 - ANÁLISIS DOBLE
De paraísos eternos
Desde previas informaciones misteriosas y escenas
suspendidas, la pantalla se tiñe de un blanco y negro desgastado y luminoso; un
piano convoca melancolías de ensueño y un alma explora los confines del mundo
para olvidar (o seguir encontrando) a su amor perdido: así empieza a suceder eso
que no sospechábamos que es Tabú.
La película se articula en dos partes. Primero la sombra, El paraíso perdido- lo que fue y no
fue, lo que ya no es. En un principio se nos presenta un mundo de
consecuencias, de vejez y rutinas alteradas por viejas historias; un eco de
situaciones latentes del pasado. Los últimos días de Aurora, una impredecible y
casi delirante anciana adicta al juego; la silenciosa, rotunda compañía de
Santa, la visión externa y crecientemente involucrada de Pilar.
Contemplamos vidas constantes, vidas y situaciones comunes salpicadas con mínimas aventuras. Los personajes jóvenes aparecen pero escapan, deciden no involucrarse o simplemente se desencuentran. Asistimos a los desvaríos de Aurora a través de su vecina, nos identificamos como espectadores en Pilar, que es casi una cámara, un ojo infiltrado, una recepción necesaria para cualquier noción de historia, de anécdota, de película. Vemos, escuchamos, incluso imaginamos a través de ella. En su posición de testigo, una pasión enterrada por los años resurge y forma una historia que, en una especie de retroalimentación, crea o justifica el presente inicial (en el cual el personaje de Pilar existe).
Desde los últimos momentos de Aurora, comienza a crearse un nexo entre dos mundos, dos tiempos se mezclan en las deformaciones o posiciones de los personajes. Una agoniza viviendo sus mejores pasados mientras otras la acompañan y la contemplan desde lo inmediato. Así surge un nombre, un último deseo trágicamente destinado al desencuentro (un deseo eterno). A su muerte la sobrevive su recuerdo, que la esclarece y la hace renacer a través de las palabras de Mario. Pilar y Santa reciben este regalo, esta aventura y explosión de imaginaciones. Entramos entonces en los mundos de la memoria, en el Paraíso de Aurora (o de Mario).
La constante presencia del cocodrilo, la sombra de todos los relatos. |
Contemplamos vidas constantes, vidas y situaciones comunes salpicadas con mínimas aventuras. Los personajes jóvenes aparecen pero escapan, deciden no involucrarse o simplemente se desencuentran. Asistimos a los desvaríos de Aurora a través de su vecina, nos identificamos como espectadores en Pilar, que es casi una cámara, un ojo infiltrado, una recepción necesaria para cualquier noción de historia, de anécdota, de película. Vemos, escuchamos, incluso imaginamos a través de ella. En su posición de testigo, una pasión enterrada por los años resurge y forma una historia que, en una especie de retroalimentación, crea o justifica el presente inicial (en el cual el personaje de Pilar existe).
Desde los últimos momentos de Aurora, comienza a crearse un nexo entre dos mundos, dos tiempos se mezclan en las deformaciones o posiciones de los personajes. Una agoniza viviendo sus mejores pasados mientras otras la acompañan y la contemplan desde lo inmediato. Así surge un nombre, un último deseo trágicamente destinado al desencuentro (un deseo eterno). A su muerte la sobrevive su recuerdo, que la esclarece y la hace renacer a través de las palabras de Mario. Pilar y Santa reciben este regalo, esta aventura y explosión de imaginaciones. Entramos entonces en los mundos de la memoria, en el Paraíso de Aurora (o de Mario).
La memoria se almacena en imágenes, y el recuerdo las
articula en palabras. En la condición esencialmente visual del pasado más
remoto, se alza el monte Tabú, y a sus pies se desencadena una historia de
conflictivas pasiones triangulares. Vemos a una Aurora bella y joven, llena de
vida, galardonada en la cacería, viviendo en una granja sumergida en
Mozambique. Casada. Embarazada. Y sorprendida por una atracción incontrolable
hacia Mario. Entre infidelidades, plenitudes, tensiones y muerte, el deseo se
culmina y se condena. Ya no escuchamos los diálogos (sólo voces en off y ruidos
ambientales), las bocas sólo se mueven porque las palabras exactas se
perdieron, pero viven como un esqueleto fantasma en las acciones y reacciones.
El relato de la historia no exige entonces las palabras originales, pero vive a
través de la palabra (explícita o implícita). Se gesta así un lenguaje completo
del recuerdo, opuesto al actual y diario de la primera parte.
Culmina una historia que da razón a la anterior, que parece
pasada pero que es también una continuación.
Así como el sol se oscurece y parece
morir para luego reaparecer tenue y renovado, la historia de Aurora trasciende
la muerte, porque no muere, porque se inmortaliza, ya sea en el recuerdo de una
mente melancólica, en un relato, o en un cocodrilo.
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