19 de mayo de 2013

KILLER JOE (WILLIAM FRIEDKIN, ESTADOS UNIDOS, 2011)

LA PESADILLA AMERICANA
Los cuerpos penetrados


Noche. Relámpagos. Lluvia. Barro. Un gato negro. Un perro ladra. Un auto llega. Un hombre grita mientras golpea la puerta de un tráiler. Planos desprolijos de un escenario oscurísimo. La alternancia es notable- su contrapunto es llamativo: suaves planos que se deslizan por el interior de esta casa. Una televisión prendida, restos de comida en la mesa. Las ventanas desde adentro, el hombre no deja de golpear desesperado. Llama a Dottie. El nombre Dottie ya nos es común, ya es parte del escenario. El plano continúa deslizándose: un lavadero, una puerta, el nombre DOTTIE escrito con infantiles letras de colores. Una casa de muñecas- perfecto santuario, un acolchado, el pie de una niña. Una joven de vestido blanco duerme, una bella ausente. A su lado, una muñeca sumergida en brillantinas dentro de una bola de vidrio, ajena a su alrededor, voluntariamente hundida en el más perfecto hermetismo. Los gritos continúan, los golpes, algo lejanos, también. La joven abre los ojos- la niña despierta.

El personaje de Joe responde a una función de estereotipo: el cowboy, hombre dentro y fuera de la ley.

Killer Joe es asfixia. Es ahogo. Es una espiral descendente. La última película de Friedkin está planteada desde el comienzo como un film noir, un policial negro atemporal basado en una obra de teatro de Tracy Letts. El acierto se encuentra en este núcleo teatral: película de microclimas y de personajes que alteran a estos microclimas, Killer Joe se construye a partir del manejo de una tensión implosiva, que va hacia adentro y no se expande, que se enrosca y se encierra y sofoca y aprieta. Como una serpiente, como ese lagarto que Dottie sostiene en la mano en los sueños incestuosos de su hermano Chris. La carga sexual es explícita, paradójicamente no tanto desde lo que se muestra sino desde su propio aire, desde su propia esencia. Ya desde el comienzo vemos a esta virgen, este ser angelical que se resguarda en su mundo autista, en ese letargo infantil, presa de un sonambulismo que no es otra cosa que la desviación premonitoria de su violento despertar.
El tratamiento que Friedkin da a sus personajes es certero y responde a esta lógica. Sin ir más lejos, la presentación de Joe está armada en base al formalismo más clásico y cliché: una serie de planos detalle del personaje vistiéndose y construyéndose como el orden y la ley, el agente externo por excelencia. El sombrero, el revólver, esas botas tan de reptil, los anteojos, la placa de policía y su boca, su boca reflejada en el espejo de su automóvil- también tan de reptil, tan del lagarto que sostiene Dottie en sus manos y que representa lo ajeno que rompe, lo ajeno que choca, lo ajeno que penetra. Y todo comienza con esta violación: Dottie no abre la puerta, Dottie ve la televisión y no escucha los golpes. Joe abre la puerta y Dottie es sorprendida, Dottie se asusta ante esta invasión, ante esta pérdida de la privacidad. "¿Quién eres?", pregunta desde la más remarcada inocencia. Así, Joe desde el comienzo es fuerza de choque y ruptura- no hay lugar para la voluntad de Dottie. Fuerza sexual- Joe observa a Dottie bailar en la calle, ensimismada en su mundo, en su propio y pequeño sistema de represiones, y Joe la desea. Joe manosea su encendedor, lo abre y lo cierra mientras la mira bailar y la desea con todo su impulso vital. 
El rol de cada uno de los personajes está muy claro en este esquema: Chris, el hermano protector y claro exponente de un deseo sexual reprimido hacia su hermana, el padre, Ansel, grande, torpe e inútil, la masculinidad superficial y aparente, y Sharla, la madrastra, la liberación sexual, la prostituta que abre la puerta desnuda a cualquier desconocido. Son Chris y Ansel quienes entregan a Dottie, literalmente, a Joe. Es parte de un pago, es la garantía para que Joe asesine a su madre. El planteo es intrincado e interesantísimo en su simbolismo. A su vez, la escena en la que Joe finalmente penetra a Dottie vuelve a plantear, de manera más evidente que nunca, el paralelismo fálico presente en Joe: Dottie se desnuda para ponerse el vestido, Joe se encuentra de espaldas, y mientras le va indicando a Dottie que se saque la ropa, él mismo comienza a "desvestirse": primero las esposas, luego la pistola y por último la placa de policía, todo lento y con los ojos cerrados, ya proyectando, ya excitado.

La espacialidad manejada desde la cámara de ciertas escenas de Killer Joe responde a su raíz teatral.

Desde lo formal Friedkin articula el relato desde puestas de cámara simétricas, con idas y vueltas a los planos y contraplanos más cerrados y planos generales con una profundidad de campo absoluta, semejantes a los escenarios teatrales de los que proviene esta obra. La última parte del film (podría hablarse perfectamente del "tercer acto" de la narrativa clásica) tiene una duración de veinticinco minutos y todo sucede en un único ambiente: la cocina/comedor de la casa de Dottie. Esta escena funciona como condensación de toda la película y merece ya por sí sola un amplio análisis de puesta de cámara, montaje y actuación. Friedkin traza un arco de tensión pocas veces visto, de una violencia crudísima y una densidad que se refleja, justamente, en estos cuerpos violentados. En estos cuerpos penetrados.
Es que justamente a lo largo de todo el film se establece un foco en el acto de la penetración. Penetración en todas sus formas: el acto sexual, la invasión de una propiedad privada, la violencia física al golpear a un cuerpo o al atravesarlo con una bala. Y ese es el final de estos personajes, todos ellos con sus roles trastocados por este acto de penetración. Sharla humillada, de rodillas, chupando una pata de pollo frita sostenida por Joe es el clímax de este concepto, una secuencia- absolutamente brillante, ya antológica- que cosifica y desplaza el falo concentrándose en el acto mismo, en el devenir mismo del cuerpo de Sharla, ahora penetrado y humillado. Chris (quien llega a la cena familiar y ni siquiera le llama la atención el rostro violentado de Sharla) es golpeado continuamente a lo largo de todo el film, y aquí Friedkin doblega la apuesta: Chris apunta con su pistola a Joe, Sharla le clava un cuchillo en el hombro y Joe comienza a golpearlo, primero con sus  puños, luego con una lata de puré de calabaza, siempre bajo los gritos de su padre y de su madrastra que quieren que lo mate. El grotesco de toda esta situación es buscado, un grotesco que exalta el patetismo de los personajes y evidencia la búsqueda de Friedkin de violentar el cuerpo de Chris. Incluso Sharla le rompe una botella en la cabeza y Ansel le sostiene las piernas para que a Joe le sea más sencillo desfigurarlo hasta matarlo.

Las actuaciones son uno de los grandes aciertos de Killer Joe : Juno Temple se destaca como Dottie.

Dottie grita, a Dottie nadie la escucha. Dottie no es fuerte, Dottie es una niña. Dottie toma la pistola. Dottie dispara. La violencia cesa abruptamente, porque ahora Dottie tiene un arma. Dottie ahora es penetradora. Dottie agujerea las paredes de esa casa, rompe lámparas, ventanas. Joe cae al piso, asustado, reducido. Dottie mira a su hermano y le dispara. Chris muere penetrado por Dottie. Dottie dispara a su padre. Ansel grita, gime, su cuerpo ha sido agujereado.
El panorama resultante del único plano general, como contrapunto a los planos cerrados de toda este tramo de la secuencia, es preciso e icónico, y plantea, justamente, un revés de la situación de poder de cada personaje a lo largo del relato. Un revés que se articula sobre el eje del poder de penetración: Chris muerto, Ansel gimiendo conteniendo sus vísceras, Sharla a su lado, desfigurada y escudada detrás de su cuerpo, Joe con las manos en alto, pidiendo calma, y Dottie, de blanco, apuntándole a Joe. Su pulso ya no tiembla, su voz ya no es angelical, ya no es niña, ya no es inocente: va a tener un bebé y está a punto- quizá como consecuencia- de penetrar a Joe.
POR FEDERICO RUBINI


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